Por su participación en la ejecución de un plan criminal cuya finalidad fue exhibir como resultados operacionales legítimos homicidios perpetrados en combates simulados, con el objetivo de dar una falsa sensación de seguridad a la población civil, así como alcanzar beneficios profesionales y mayor legitimidad institucional, la JEP imputó crímenes de guerra y de lesa humanidad a 35 militares, entre ellos cinco generales (r), por hechos ocurridos en Huila entre 2005 y 2008.
A esas personas se les atribuyen, en el Auto de Determinación de Hechos y Conductas
del Subcaso Huila, 200 asesinatos presentados ilegítimamente como bajas en combate, 32
de los cuales fueron víctimas de desaparición forzada, además de ocho tentativas de
homicidio documentadas por la Sala de Reconocimiento de Verdad, crímenes que fueron
perpetrados por integrantes del Ejército Nacional que operaron en el departamento.
Los militares activos y retirados que fueron imputados pertenecieron al Batallón de
Infantería No. 26 ‘Cacique Pigoanza’ (BIPIG), al Batallón de Infantería No. 27
‘Magdalena’ (BIMAG), a la Agrupación de Fuerzas Especiales Urbanas No. 11 (AFEUR
11) y a la IX Brigada.
En el marco del Caso 03 que investiga asesinatos y desapariciones forzadas presentadas
como bajas en combate, la JEP decidió imputar como máximos responsables a tres
antiguos comandantes de la IX Brigada a título de autores por omisión: el mayor general
Miguel Ernesto Pérez Guarnizo, el general (r) Jaime Alfonso Lasprilla Villamizar, quien
llegó a ser comandante del Ejército Nacional y el brigadier general William Fernando
Pérez Laiseca.
La Sala subrayó que los generales imputados debían proteger los bienes jurídicos de la
población, controlar efectivamente a sus subordinados y, a pesar de contar con medidas
razonables a su alcance para hacerlo, incumplieron sus obligaciones constitucionales.
Desde el mando que ocuparon fueron permisivos, laxos en los controles y no ejercieron
sus competencias de prevención, investigación y sanción. Esto facilitó la difusión,
permanencia y encubrimiento de los crímenes. Sus omisiones contribuyeron a la
consolidación de los tres patrones macrocriminales documentados en el Subcaso Huila,
una de las seis zonas priorizadas en la investigación.
Las actuaciones de los tres altos oficiales transmitieron la percepción que desde la IX
Brigada se permitía el lanzamiento irregular de operaciones para perpetrar homicidios
bajo la modalidad de combate simulado y, con ello, que era posible acudir al pago
irregular de recompensas para financiarlos. Las presiones se dieron en un contexto de
estricta jerarquía militar, falta de un control efectivo y la imposición de las muertes en
combate como único indicador de éxito militar.
En el caso de los mayores generales (r) Édgar Alberto Rodríguez Sánchez y Marcos
Evangelista Pinto Lizarazo, junto a los 30 comparecientes que se desempeñaron como
integrantes de los pelotones, comandantes de pelotón y compañía de las cuatro unidades
priorizadas, todos deben responder a título de coautores por los crímenes que se les
imputan. La Sala considera que esos uniformados siguieron un acuerdo común, con
división del trabajo criminal e hicieron aportes esenciales en las fases de planeación,
ejecución y encubrimiento de los hechosLa Sala llamó a reconocer públicamente su responsabilidad a 14 antiguos integrantes del
Batallón de Infantería No. 26 ‘Cacique Pigoanza’: el coronel (r) Carlos Yair
Salamanca Robles; los tenientes coroneles (r) Orlando Pico Rivera, Ricardo Andrés López
García, Luis Carlos Aguilera Quintero, Domingo Peña Cepeda, Jair Arias Sánchez y los
coroneles activos Alejandro León Campos y Faiver Coronado Camero; los capitanes (r)
Jesús Mauricio Jiménez Botina y Miller Damián Forero Cruz; el sargento viceprimero (r)
Jhon Esteban Urueta Ballesteros y los soldados profesionales (r) Luis Rodolfo Mulcué
Sanza, Willinton Espinosa Baquero y Roberto Yesid Quintero Quintero.
Así mismo, la Sala imputó, en calidad de máximos responsables, a 14 antiguos
integrantes del Batallón de Infantería No. 27 ‘Magdalena’. Entre ellos, los tenientes
coroneles (r) Mario Hernán Duarte Méndez y Ómar Oswaldo Ojeda Oliva; los mayores
(r) Francisco Adrián Álvarez Calderón y Ángel Fernando Carvajal Rojas, además de dos
mayores activos, Félix Juan Carlos Araque Leal y Julián Andrés Calderón Motta; el
capitán (r) Carlos Mahecha Bernal; el sargento viceprimero (r) Desaix de Jesús Palomino
Mejía; el sargento primero (r) Fernando Riveros Sarmiento; los sargentos segundos (r)
William Andrés Capera Vargas y Carlos Rodríguez Vera; el cabo primero (r) José Roldán
López Cerón y los soldados profesionales José Yaty Anacona Bueno y Francisco Javier
Castañeda Alfaro.
Además, fueron imputados dos integrantes de las Fuerzas Especiales Urbanas No. 11: el
teniente coronel (r) Leonardo Ayala Remolina y el mayor (r) Felipe Andrés Ramírez
Gómez.
Más allá de la responsabilidad penal individual que se les atribuye en el Subcaso Huila,
la Sala de JEP observa una falla sistémica de las instituciones, militares y civiles,
encargadas de la protección de la población en el Huila. Los mecanismos de control
disponibles fallaron o fueron insuficientes para proteger los bienes jurídicos de las
personas más vulnerables. Y solo se adoptaron medidas cuando las atrocidades fueron
conocidas por la opinión pública.
Aunque la JEP escuchó en versión al teniente coronel (r) Martín Orlando Galindo Páez,
antiguo comandante del BIMAG y a seis oficiales (mayores, tenientes coroneles y
coroneles) integrantes del Estado Mayor de la IX Brigada, no imputó a ninguno de ellos,
pues la Sala consideró que no hay bases suficientes para considerarlos máximos
responsables. Por esa razón, todos ellos serán remitidos junto a otros 187 integrantes de
la fuerza pública y 453 personas más mencionadas en informes y versiones a la Sala de
Definición de Situaciones Jurídicas para que les resuelva su situación jurídica.
¿De qué son responsables?
Tras analizar exhaustivamente los informes presentados por organizaciones de víctimas
e instituciones del Estado, así como el abundante material recopilado, la Sala de
Reconocimiento decidió llamar a los 35 comparecientes para que reconozcan
responsabilidad por haber cometido delitos a la luz del Código Penal y crímenes de
guerra y de lesa humanidad, según el Estatuto de Roma.
La evidencia judicial indica que los homicidios de personas protegidas, las tentativas de
homicidio y las desapariciones forzadas documentadas fueron perpetradas como parte
de una ataque generalizado y sistemático contra la población civil, y vulneraron las
normas del Derecho Internacional Humanitario.
Entre el 2005 y 2008 ocurrieron la mayor cantidad de hechos victimizantes documentados
por la JEP en el Huila. Este aumento coincide con el incremento de casos de asesinatos y
desapariciones forzadas perpetrados por integrantes de la fuerza pública, tal como se ha
observado en otras regiones del país.
Los hallazgos judiciales indican que existen vasos comunicantes claros entre los seis
subcasos priorizados en la investigación del Caso 03. Aunque se trata de lugares muy
distantes entre sí y personas que no se conocían, los elementos probatorios apuntan a que
los responsables terminaron cometiendo crímenes similares, por las mismas
motivaciones, y con formas de actuar parecidas (modalidades delictivas).
De acuerdo con el auto, la evidencia judicial indica que se desplegó una estrategia de
guerra en la que se privilegiaron las muertes sobre cualquier otro resultado operacional
concreto o inmaterial. Como consecuencia, se presionó a las tropas o se les incentivó,
positiva o negativamente, para que presentaran bajas en combate.
El acervo probatorio en el que se basó la Sala para formular las imputaciones abarca:
• 7 informes aportados por entidades estatales, organizaciones de víctimas y
defensoras de derechos humanos.
• 129 versiones de integrantes de la fuerza pública ante la JEP. De ellos, 80 son
comparecientes voluntarios y 49 forzosos. Además, 7 testimonios practicados a
terceros.
• Más de 100.000 folios de expedientes digitales que fueron obtenidos mediante
inspecciones judiciales a las unidades militares priorizadas, así como 65 procesos
de la Justicia Penal Ordinaria y la Justicia Penal Militar.
• Observaciones de las víctimas y del Ministerio Público a las versiones entregadas
a la JEP por los comparecientes en audiencias públicas o informes escritos.
• La contrastación y el análisis de libros de documentos oficiales (libros de
programas operacionales, misiones tácticas, actas de pago de recompensas y de
levantamiento de cadáveres, órdenes del día, radiogramas operacionales y las
carpetas oficiales de cada una de las supuestas “bajas en combate”) obtenidos en
los archivos de la IX Brigada.
• Documentos oficiales aportados por el Ministerio de Defensa, entre los que se
encuentran manuales de operaciones e inteligencia, directivas, circulares,
información sobre la composición de las unidades, hojas de vida de los
comparecientes y resultados operacionales.
Patrones criminales y casos ilustrativos
En el Subcaso Huila la JEP documentó la existencia de una política (presión por bajas en
combate como único resultado operacional tangencial válido), materializada mediante
tres patrones macrocriminales. A diferencia de los hallazgos en otras investigaciones del
Caso 03, aquí los patrones no tuvieron variaciones temporales sustanciales, ni como telón de
fondo la desmovilización de las AUC.
La Sala de Reconocimiento de Verdad logró esclarecer la ocurrencia de conductas
criminales perpetradas en la región hace varios años y sobre los que la Justicia Penal
Militar no logró avances significativos, pese a las denuncias que hubo en su momento.
El primer patrón macrocriminal identificado en el Huila es el de estigmatización de
víctimas mediante señalamientos arbitrarios de pertenecer a un grupo armado. La
preparación, ejecución y encubrimiento evidencian un alto nivel de planificación. Se
buscaba lograr la percepción de ‘debilitamiento del enemigo’ y se alegaba debilidad
institucional para la judicialización de los supuestos colaboradores de los grupos
armados.
Los afectados eran pobladores de la región que fueron víctimas de seguimientos,
detenciones colectivas, hostigamientos e intimidaciones años o meses antes de las
operaciones en las que eran asesinados. Estas acciones se basaban en actividades de
inteligencia que contradecían los procedimientos de la doctrina militar. Así, por ejemplo,
se procedió con Juan Cristóbal Alvarado, señalado como miliciano de las Farc-EP por un
guía y quien fue asesinado frente a su hijo de 5 años. Al señor Alvarado le implantaron
un arma corta que había sido incautada y no reportada, los militares se repartieron un
poco más de 100 mil pesos que le encontraron en los bolsillos de la víctima y ellos mismos
hicieron el levantamiento del cadáver.
Este crimen es uno de los 16 casos ilustrativos y evidencia que se atacaron personas de la
tercera edad frente a niños y se emplearon guías civiles que luego eran asesinados y
presentados como bajas.
El segundo patrón es el de engaño de personas aprovechando sus condiciones de
vulnerabilidad. Las víctimas no eran consideradas integrantes o afines al enemigo, sino
que eran atraídas o reclutadas por miembros de la tropa o por civiles que, por
contraprestaciones económicas, las convencían bajo engaño para ser trasladadas desde
zonas como como Garzón, Pitalito o Neiva a sitios donde terminaban siendo asesinadas.
En su mayoría se trata de personas vulnerables por circunstancias económicas, de
desplazamiento, sin domicilio fijo, o habitantes de calle, con consumo problemático de
sustancias, lo que hacía menos probable los cuestionamientos e investigaciones sobre los
mismos.
Los lugares en donde se desplegó este patrón criminal corresponden a zonas donde se
esperaba que las unidades militares hicieran presencia y dieran resultados operacionales
contra las Farc-EP. Así sucedió con los homicidios y desapariciones forzadas de Miller
Andrés Blandón Álvarez, Juan Diego Martínez y Álvaro Hernando Ramírez, en julio de
2008. Las tres víctimas fueron contactados y trasladadas de Neiva a Pitalito. Según
revelaron los responsables, en sus versiones ante la JEP, los crímenes fueron perpetraron
después de que soldados del BIMAG se hicieron pasar por finqueros que buscaban mano
de obra para recoger café. En el caso de Blandón Álvarez, el crimen trascendió, porque la
víctima era conocida como “la estatua humana”. Todos los días se paraba, pintado de
blanco, en frente del Palacio de Justicia de Neiva.
El tercer patrón es el de realización de acciones contra supuesta delincuencia común y/o
milicias de las Farc- EP en contravía de los lineamientos del DIH, del Derecho
Internacional de los Derechos Humanos y de la doctrina militar. Estas operaciones se
originaban en falsas denuncias e informaciones sobre supuestas actividades de la
delincuencia común y/o milicianos. En algunas oportunidades, integrantes de las
unidades militares realizaban directamente acciones delincuenciales que luego eran
denunciadas por la comunidad y a las que esas mismas unidades respondían asesinando
a civiles señalados falsamente de ser los responsables.
También hubo acciones contra la delincuencia común y/o milicias de las Farc-EP en
contravía de las normas del DIH, del DIDH y de la doctrina militar frente a ese tipo de
operaciones.
Durante la investigación, uno de los comparecientes de la fuerza pública reconoció haber
sugerido a Éver Urquina Rojas como la persona que podía ser presentada como baja en
combate, ya que, presuntamente, había participado en el robo de una motocicleta de su
propiedad. El crimen, que se perpetró en enero de 2008, se dio luego de montar un falso
retén en donde se detuvo a la víctima, se le obligó a cambiar su ropa por una sudadera,
buzo negro y botas de caucho, antes de implantársele un arma y un bolso con pentolita.
Los comparecientes afirmaron que algunas de las víctimas de este patrón de
macrocriminalidad tenían antecedentes penales y/o estuvieron dispuestas a participar en
acciones ilegales propuestas por integrantes del Ejército Nacional o por civiles que
recibieron pagos por su reclutamiento. Sin embargo, cuando se les preguntaba sobre la
naturaleza, la confiabilidad, la proveniencia o los soportes de esa información, los
involucrados no tenían conocimientos precisos al respecto o se responsabilizaban
mutuamente.
Ambiente operacional en el Huila
La Sala de Reconocimiento de Verdad estableció que antes del periodo priorizado hubo
una notable reducción de las amenazas y los riesgos que representaban las Farc-EP en el
Huila. Esto se debía a que las estructuras guerrilleras se habían replegado, a raíz de la
ofensiva desplegada por el Ejército Nacional. Según declararon miembros de la fuerza
pública que hacían patrullajes y retenes, el departamento presentaba condiciones de
relativa tranquilidad. Esa lectura contrasta con el orden público delicado que expusieron
ante la JEP los oficiales de alto rango.
En ese contexto, las muertes ilegítimas eran presentadas asociadas a las problemáticas de
la región, con lo cual respondían a las presiones y les daba credibilidad. La tropa dejó de
preocuparse porque las bajas que se daban presentaran uniformes y el armamento largo
característicos de estructuras guerrilleras. De esta forma, se normalizó que en sus
reportes se presentara una enorme desigualdad de fuerzas entre las tropas altamente
entrenadas y con armas largas y grupos pequeños de civiles con armas cortas que
supuestamente se les enfrentaban.
La evidencia judicial indica que las operaciones desplegadas por el BIPIG, BIMAG,
AFEUR 11 y la IX Brigada no buscaban propinar grandes golpes o internarse en zonas
apartadas y montañosas, donde se concentraba la mayor presencia de la guerrilla, sino
que buscaban mantener el control en las zonas planas y las estribaciones de las
cordilleras, en las que era muy baja la posibilidad de producir resultados operacionales
mediante combates reales. Es decir, aunque las Farc-EP estaban en las zonas altas de las
cordilleras oriental y central, las operaciones militares no se dirigieron a atacar a los
reductos guerrilleros, sino que se concentraron cerca de los centros urbanos y
carreteables.
Mediante la georreferenciación de las muertes investigadas, la Sala constató que la mayor
parte tuvo lugar en zonas muy apartadas de las áreas campamentarias de las Farc-EP. En
el caso del BIPIG, alrededor del 90% de las muertes cuestionadas se concentra en la parte
de ladera, entre los 1.000 a 2.000 metros de altura, lejos de las zonas campamentarias de
la extinta guerrilla que se hallaba a alturas superiores a los 3.000 metros, con excepción
de uno que aparece a los 1.800. Solo el 15% de los casos analizados corresponden a zonas
altas y apartadas, en las que aún existía la posibilidad de entablar combates reales.
Aunque los riesgos asociados a la presencia de milicias eran reales, esta amenaza fue
sobredimensionada, al menos en el centro y el sur de Huila. En ese contexto se produjo
el aumento de las presiones por resultados. Mientras la mayoría de los resultados
operacionales reportados se presentaron como golpes contra las milicias, los informes de
inteligencia del Ministerio de Defensa indicaban que estas se habían reducido
considerablemente. Y en el caso de las operaciones militares contra organizaciones de la
delincuencia civil, estas acciones excedían las responsabilidades legales asignadas a las
Fuerzas Militares.
En otros casos, los uniformados imputados se aprovecharon de judicializaciones previas
que se dieron en el marco de operaciones de las fuerzas de seguridad del Estado y que
habían derivado en detenciones masivas. De 365 casos de personas detenidas entre 2001
y 2005, según el grupo de investigación DIKEIUS, solo a un 2% se le probó alguna
participación en delitos en contra de la seguridad pública.
¿Cómo operaron los máximos responsables?
Los patrones determinados por la Sala favorecieron la difusión de la práctica criminal de
asesinatos y desaparición forzada por medio de la presión por la presentación de muertes
en combate, la promoción de una competencia entre las unidades tácticas de la brigada,
los incentivos formales e informales para quienes participaban en esos hechos, la creación
de grupos especiales que facilitaban su ocurrencia o se encargaban de mantener las cuotas
de resultados de los batallones, el uso de dineros de gastos reservados para sufragar los
gastos de las prácticas delictivas y la laxitud de los controles y la permisividad de los
superiores.
La Sala de Reconocimiento encontró que la forma como ocurrieron los hechos
victimizantes y las características del ataque a la población civil obedecieron a varios
factores, entre ellos el afán de obtener beneficios personales y profesionales, el ambiente
de presión por resultados, la estigmatización de la población en regiones en las que las
Farc-EP buscó establecer control o áreas de influencia, las circunstancias de desprotección
de las víctimas, la laxitud de los controles intra e interinstitucionales y el discurso que
calificaba como “guerra jurídica” las denuncias sobre las violaciones a los derechos
humanos o las infracciones al DIH.
Además, en el Huila fue determinante que los comandantes crearan o se valieran de
unidades “especiales”. Las unidades que realizaban las operaciones gozaban de
prebendas y condiciones más favorables. No debían realizar patrullajes prolongados en
áreas remotas y permanecían en contacto cercano y frecuente con el comandante y con
los integrantes de la Plana Mayor. Esto favoreció la incidencia directa de los oficiales y
motivó que sus integrantes accedieran a los designios de sus comandantes.
Quienes participaron en los crímenes buscaron ocultar lo ocurrido con la selección de las
víctimas y por medio de la manipulación de los lugares de los hechos. Conseguían armas
para implantar, elaboraban documentación operacional falsa y, de forma coordinada,
rendían declaraciones amañadas en las investigaciones que se iniciaban de oficio cuando
se reportaba una muerte en combate. Para sufragar los costos de quienes identificaban,
contactaban, atraían o transportaban a las víctimas. manipularon los procedimientos
militares de pago de recompensas e información.
La finalidad inmediata de las conductas documentadas consistía, por una parte, en aliviar
la presión por resultados que se ejercía sobre las unidades desde los distintos niveles de
la jerarquía militar y política. Y, por otra, mostrar operatividad en zonas donde el Ejército
Nacional no tenía el control territorial.
La Sala estableció que 192, de las 264 muertes reportadas oficialmente por los integrantes
de las cuatro unidades, durante el periodo investigado en el Subcaso Huila, fueron en
realidad homicidios cometidos contra personas fuera de combate. Es decir, el 73% de los
resultados operacionales que presentaron eran falsos.
También se determinó que las operaciones militares que se desplegaron en el periodo
investigado se caracterizaron por un uso manifiestamente desproporcionado de la fuerza
letal por parte de las tropas. Desde la planeación misma de los procedimientos se
determinó que se efectuaran “operaciones ofensivas” u “operaciones de destrucción” con
maniobras de “emboscada”, cuando no se reunían los requisitos consignados en la propia
doctrina militar para ello.
Para la Sala, existen entonces bases suficientes para entender que los hechos
determinados en el Subcaso Huila son criminales desde el momento en que se perpetró
el primero de ellos.
Daños causados
Los asesinatos y desapariciones forzadas de personas presentadas como bajas en combate
por agentes del Estado en el Huila generaron un entramado de impactos que ocasionaron
daños en diferentes esferas de la vida de las víctimas, sus familiares, comunidades y
territorios a diversos niveles: individual, familiar, social, político, cultural y productivo.
Muchos de los daños se agudizaron por el impacto social y mediático propio de los
patrones criminales, la falta de acompañamiento -o indebido – y las revictimizaciones
causadas por los responsables, por el Estado -incluso el sistema judicial mismo- y por la
sociedad, a veces estigmatizante, indolente o apática. A partir de los relatos de las
víctimas acreditadas en el subcaso, las afectaciones narradas ante la JEP fueron
organizadas en cinco categorías: (i.) al buen nombre; (ii.) relacionales, (iii.) al bienestar,
(iv.) a la ciudadanía y (v.) a los proyectos, el empleo y el patrimonio.
Dentro de los daños identificados por los familiares se encuentran los relacionados con
las afectaciones psicológicas, especialmente trastornos emocionales y afectivos, con
efectos desencadenantes en los hábitos y dinámicas relacionales. Estas afectaciones
tuvieron distintas temporalidades y se han prolongado en el tiempo, comenzando con la
incertidumbre de no conocer qué pasó con sus familiares, continuando con el sufrimiento
causado por el conocimiento de los hechos, y posteriormente, con la relación que se
establece entre la víctima y el sistema judicial, y en general, con la sociedad y el Estado.
Uno de los mayores reclamos expresados por las víctimas se enfoca en el rol que
desempañaron los medios de comunicación que, masivamente, replicaron sin contrastar
las versiones oficiales del Ejército y el Gobierno nacional, generando y amplificando los
daños de estigmatización sobre las familias en sus comunidades, territorios, problemas
de seguridad, así como afectaciones psicológicas y psicosociales.
¿Qué sigue?
Tras ser notificados, los 35 imputados tienen 30 días hábiles para reconocer los hechos y
su responsabilidad o rechazarlas. También pueden reaccionar, aportando argumentos o
evidencia adicional. Por su parte, las víctimas acreditadas y el Ministerio Público tienen
el mismo plazo para presentar sus observaciones frente a lo determinado en el auto.
Una vez venza el tiempo, la JEP decidirá si fija una fecha para una Audiencia Pública de
Reconocimiento de Verdad, al considerar que hay reconocimiento y aporte a la verdad
plena. Esta audiencia o audiencias serán preparadas y desarrolladas con participación de
las víctimas. Si los comparecientes niegan su responsabilidad, se remitirá el caso a la
Unidad de Investigación y Acusación (UIA) de la JEP